
El deporte no solo se juega en la cancha: también se disputa en la billetera. Durante décadas, la diferencia de inversión entre el deporte masculino y el femenino ha sido abismal. Mientras unos equipos nadan en contratos millonarios, sueldos astronómicos y patrocinios globales, otros apenas logran cubrir los viáticos para viajar a un torneo. La pregunta es inevitable: ¿qué pasaría si el deporte femenino tuviera el mismo presupuesto que el masculino?
Primero, lo evidente: habría un salto de calidad enorme. No porque las atletas no tengan talento —eso sobra—, sino porque el dinero compra tiempo, herramientas y estabilidad. Más recursos significarían ligas profesionales sólidas, entrenadores de élite, centros médicos especializados y condiciones de entrenamiento al nivel de cualquier club masculino top. Las jugadoras dejarían de combinar entrenamientos con trabajos secundarios para poder sobrevivir, y podrían dedicarse de lleno a competir. La diferencia entre un equipo que entrena cinco horas a la semana y otro que entrena cinco horas al día no está en el talento, sino en la financiación.
Imaginemos también el impacto en la visibilidad. Con presupuestos iguales, habría transmisiones en horario estelar, campañas publicitarias masivas y medios deportivos dedicando portadas a las estrellas femeninas. Íconos como Alexia Putellas, Serena Williams o Simone Biles tendrían el mismo nivel de exposición que Messi, LeBron James o Cristiano Ronaldo. La narrativa cambiaría: las niñas crecerían con referentes visibles y cercanos, y el famoso “no hay público para el deporte femenino” dejaría de ser excusa porque la visibilidad genera interés, y el interés genera audiencia.
El efecto cascada llegaría a la economía del deporte. Patrocinadores más grandes significan premios más altos, lo que atraería a más talentos, generando una competencia aún más feroz y espectáculos más emocionantes. El círculo vicioso actual —poco presupuesto, poca difusión, poco público— se convertiría en un círculo virtuoso.
Claro, también habría cambios culturales. El deporte femenino dejaría de ser visto como una especie de “hermano menor” al que se le aplaude por esfuerzo más que por resultados. Con igualdad de recursos, ya no se hablaría de “el récord femenino” como si fuera una categoría aparte, sino de logros deportivos a secas. Se valoraría el espectáculo y no solo la comparación con lo masculino.
Pero quizá lo más transformador sería lo simbólico: demostrar que el talento no tiene género, y que las oportunidades definen más que la biología. Si el deporte masculino ha generado héroes globales capaces de mover masas y economías, no hay razón para pensar que el femenino, con los mismos recursos, no podría hacer lo mismo.
Entonces, ¿qué pasaría si el deporte femenino tuviera el mismo presupuesto? Pasaría que el juego se pondría realmente interesante. No sería un acto de caridad, sino una inversión en espectáculo, diversidad y justicia deportiva. Y quizás, en ese escenario, las niñas del futuro no preguntarían si pueden ser campeonas, sino simplemente: ¿en qué deporte lo voy a ser?




