Del tinto a la tercera ola: cómo el café colombiano se volvió cool otra vez

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Durante décadas, el café colombiano fue como ese primo confiable pero aburrido en las reuniones familiares: todos lo respetaban, nadie hablaba mucho de él. Era parte del paisaje, un aroma de fondo en la cocina, el tinto en pocillo esmaltado que acompañaba las conversaciones de abuelos y obreros. Pero en los últimos años algo cambió: el café se volvió cool. De repente, el tinto dejó de ser solo “la bebida para despertar” y pasó a ser una experiencia sensorial, estética y casi filosófica.

En las ciudades grandes, los cafés de especialidad empezaron a multiplicarse como los bares en Chapinero Alto. Entra uno y te atiende alguien que parece más un alquimista que un barista. Ya no pides “un tinto” sino un flat white de origen Huila, lavado, con notas de panela y jazmín. De fondo suena lo-fi, la taza cuesta más que un almuerzo corriente, y aún así la gente hace fila. No es esnobismo puro: es la nueva forma de conectarse con un símbolo que por años estuvo reducido al cliché del “Juan Valdez con mula”.

La llamada “tercera ola del café” —ese movimiento global que busca resaltar la calidad, el origen y el proceso artesanal— aterrizó en Colombia como un eco de lo que ya pasaba en Seattle, Melbourne o Berlín. Pero aquí tomó un giro particular: los productores dejaron de ser proveedores anónimos y se convirtieron en protagonistas. Ya no es solo “café colombiano”, sino café de Doña Fabiola en Pitalito o de la finca Monteblanco en San Agustín. Nombres reales, rostros reales, historias que cuentan el camino del grano hasta la taza.

Lo irónico es que los colombianos redescubrimos nuestro café gracias a la mirada extranjera. Durante décadas, el buen café se exportaba y aquí nos quedábamos con lo más barato. Nos educaron a tomar lo que sobraba, a echarle azúcar hasta tapar el sabor. El “tinto oscuro y cargado” era símbolo de dureza, no de calidad. Y solo cuando los hipsters del mundo empezaron a pagar veinte dólares por una taza, nos dimos cuenta de que ese grano era oro líquido.

Ahora la juventud urbana lo adoptó como ritual de identidad. Ir a un café de especialidad no es solo tomar café: es decir “me importa lo local, lo artesanal, lo consciente”. La bebida se volvió una bandera estética, una forma de resistir al consumo rápido. Lo interesante es que, sin querer, este movimiento está cambiando toda la cadena. Los caficultores reciben más reconocimiento, los intermediarios menos poder, y la cultura del café se vuelve más transparente.

Pero no todo es romanticismo de barista con tatuajes. El mercado sigue desigual, y por cada finca que logra posicionarse en tiendas especializadas, hay miles que siguen vendiendo su café a precios bajísimos. El reto real de esta “reinvención cool” es que no se quede en moda urbana, sino que se traduzca en mejores condiciones para quienes siembran y cosechan el grano. El verdadero cambio no está en la espuma del capuchino, sino en la economía detrás.

Aun así, hay algo profundamente simbólico en ver a una nueva generación hablando de profiling, cold brew y aeropress, pero usando café del Cauca o del Tolima. Es una forma de apropiarse del país desde lo cotidiano, de volver a sentir orgullo por algo que teníamos frente a los ojos. El café colombiano ya no es solo exportación ni costumbre: es narrativa, es arte líquido, es conexión entre campo y ciudad.

Así que sí, el tinto volvió a ser cool. No por los filtros de Instagram, sino porque aprendimos a mirar la taza con respeto. Ya no es el primo aburrido del desayuno, sino el artista silencioso que siempre estuvo ahí, esperando que alguien lo tomara en serio… y sin tanto azúcar.


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