Vivimos en un país donde las palabras de los líderes políticos no solo pesan, sino que muchas veces hieren. En medio de exaltaciones, insultos y una retórica que más divide que une, los colombianos se han convertido en víctimas silenciosas de una guerra verbal sin tregua. ¿Hasta cuándo tendremos que soportar esta atmósfera cargada de odio y desprecio? ¿Cuándo llegará el día en que los políticos nos pidan perdón por intoxicar la vida pública con sus discursos extremistas?
Si pedir perdón es un acto que ennoblece al ser humano, ¿qué los detiene? ¿El ego? ¿La arrogancia? ¿La falsa creencia de que tienen la verdad absoluta? En sus diatribas, unos apelan al miedo, otros al resentimiento, y ambos logran su cometido: dividirnos. En su juego de poder, convierten a ciudadanos en enemigos, a vecinos en extraños, a familias en trincheras ideológicas.
La política ha dejado de ser una herramienta de transformación para convertirse en una batalla permanente. Como si estuviéramos en una campaña electoral sin fin, con debates vacíos, promesas rotas y egos inflados. Y todo esto, mientras el país sigue lidiando con crisis estructurales: un sistema de salud desfinanciado, una violencia territorial creciente, y una institucionalidad debilitada.
No se trata solo de exigir respeto, sino de reclamar humanidad. Necesitamos políticos que, más allá de sus ideologías, sean capaces de aceptar errores, de rectificar, de actuar con coherencia y verdad. Que entiendan que gobernar no es imponer, sino escuchar. Que liderar no es dividir, sino unir. Y que el poder no es un privilegio, sino una responsabilidad con el pueblo.
Colombia no necesita más discursos altisonantes ni peleas en redes sociales. Necesita reconciliación, sensatez, humildad. Y sí, también necesita un gesto básico, pero poderoso: que los políticos pidan perdón. Solo así podrán sanar el tejido social que han ayudado a romper y construir un futuro donde el liderazgo sea sinónimo de esperanza y no de confrontación.



