
Vivimos una época extraña: las máquinas escriben, pintan, componen, diseñan y hasta hacen chistes (algunos malos, otros sospechosamente buenos). Cada avance de la inteligencia artificial parece acercarnos a una pregunta incómoda: si la tecnología puede hacerlo todo mejor y más rápido, ¿qué vale la pena seguir haciendo los humanos?
Durante siglos medimos nuestro valor por lo que producíamos. Trabajar era sinónimo de identidad. “¿A qué te dedicas?” no solo preguntaba por tu sustento, sino por tu lugar en el mundo. Pero si los algoritmos pueden ocupar esos espacios, quizás el sentido del trabajo —y con él, del valor humano— está mutando frente a nosotros.
El miedo a perder el empleo es real, pero detrás de ese miedo hay algo más profundo: el temor a volverse irrelevante. No es solo el salario lo que nos preocupa, sino la sensación de que el mundo podría seguir perfectamente sin nosotros. Sin embargo, ahí está la trampa. Las máquinas no buscan sentido. No tienen hambre de propósito ni curiosidad por lo absurdo. No se maravillan, no dudan, no sienten culpa ni deseo. Todo lo que las hace “eficientes” es justamente lo que las separa de lo que hace que la vida valga la pena.
Y aquí aparece una pregunta que ya no suena futurista, sino urgente: si no hay trabajos y los gobiernos son ineptos, ¿cómo vamos a mantener el sistema actual con respecto a nuestros estilos de vida? ¿Cómo se sostiene una economía basada en el consumo si millones de personas no pueden consumir? ¿Quién paga impuestos si los empleos los tienen los algoritmos?
Tal vez el futuro no consista en competir con la inteligencia artificial, sino en recordar lo que la inteligencia humana tiene de único: la capacidad de crear desde la emoción, de conectar con otros, de inventar significado donde no hay ninguno. Lo que vale la pena ahora no es producir más rápido, sino vivir más profundamente.
La pregunta no es “¿qué haremos cuando las máquinas trabajen por nosotros?”, sino “¿qué haremos con el tiempo que eso nos deje?”. Porque si dejamos que los algoritmos nos liberen del trabajo, pero seguimos prisioneros del miedo y la comparación, entonces no habremos ganado nada.
El desafío es redefinir el valor: pasar de “qué tan útil soy” a “qué tan vivo me siento”. Leer, reír, amar, equivocarse, crear sin motivo económico, pensar sin algoritmo de por medio. En un mundo dominado por la eficiencia, la verdadera rebeldía será la lentitud, la contemplación y la imperfección.
Quizás cuando los robots se queden con los sueldos, lo único que nos quede… sea justamente lo mejor: volver a ser humanos sin tener que justificarlo.




