En la capital tolimense, muchas personas enfrentan enfermedades graves sin la certeza de recibir atención oportuna. Hay quienes despiertan un día sintiendo que su cuerpo no responde, que la respiración se acelera y el miedo los invade. En medio de la desesperación, sus familiares los llevan de urgencia a un hospital, donde una recaída más se convierte en una frase repetida por los médicos. Pacientes envueltos en cobijas, acostados en la parte trasera de un carro, porque la ambulancia tarda demasiado en llegar. Esta es la realidad de quienes dependen de un sistema de salud colapsado.
No solo ocurre con quienes padecen enfermedades poco comunes, sino también con personas diagnosticadas con cáncer, insuficiencia renal o afecciones respiratorias crónicas. Para ellos, cada crisis es un juego contra el tiempo, esperando por un medicamento que no llega, por un especialista que solo puede atender en meses o por un cupo en una UCI que nunca se libera. Mientras tanto, sus cuerpos se debilitan, sus rostros pierden color y la esperanza se desvanece con cada nuevo ingreso a la misma habitación de hospital.
Cuando la salud depende de la suerte y no de un derecho garantizado, el problema deja de ser individual y se convierte en un llamado de alerta. No se puede seguir normalizando que las personas mueran esperando atención o que deban acudir a hospitales como si fueran su segunda casa. La enfermedad no da espera y la atención médica tampoco debería hacerlo.



