Para Heidy Melissa Bautista, docente de Ingeniería Industrial, Universidad de América, Vivimos en una era marcada por la saturación informativa y la distracción permanente. Entre pantallas, notificaciones y estímulos, la atención se ha convertido en un bien escaso, y con ella, la confianza. Hoy creemos en lo que se presenta con suficiente naturalidad visual o emocional, sin detenernos a cuestionar su origen o veracidad. Así, los datos, la información y hasta el dinero circulan como monedas invisibles del siglo XXI. Pero quizás la más valiosa —y la más frágil— sea la confianza.
Cada acción cotidiana, desde interactuar en redes sociales hasta dejar que un algoritmo decida qué leer o qué comprar, implica un acto de confianza. Sin embargo, confiamos no porque estemos seguros, sino porque no tenemos tiempo para dudar. La delegación constante de decisiones en sistemas automatizados erosiona poco a poco nuestra postura crítica. El problema no radica en la tecnología, sino en el alivio que produce no tener que cuestionarla.
En este contexto, los influencers se han convertido en los nuevos mediadores de lo creíble. Representan el rostro humano de una economía basada en la autenticidad aparente. Su poder no proviene de la evidencia, sino de la emoción compartida. Según el Edelman Trust Report (2023), más de la mitad de los usuarios sigue las recomendaciones de personas en las que no confía del todo, pero que “les resultan cercanas”. Esa cercanía reemplaza la verificación; la empatía sustituye la evidencia.
Algunos países ya han reconocido el riesgo de esta confianza delegada. En China, desde 2023, los creadores de contenido que hablan de economía, ciencia o educación deben contar con certificaciones profesionales que acrediten su conocimiento. Corea del Sur y Japón avanzan en regulaciones similares, buscando garantizar la trazabilidad de los mensajes y la responsabilidad de quienes influyen. No se trata de censura, sino de devolverle un sustento ético a la voz pública. En un mundo donde la palabra tiene impacto masivo, exigir rigor y responsabilidad es una forma de reconstruir la confianza.
¿Y América Latina? Tal vez seguimos atrapados en la paradoja del “me gusta”: criticamos la manipulación, pero premiamos la inmediatez. La inteligencia artificial nos deslumbra con su precisión sintética, aunque sabemos que puede equivocarse. Elegimos convivir con la sospecha mientras consumimos verdades convenientes. La indiferencia se disfraza de confianza, y la comodidad, de certeza.
Recuperar la confianza no significa volver al pasado, sino reaprender a mirar críticamente. Implica ver todos los lados de la moneda antes de tomar postura. Exigir transparencia algorítmica, formación profesional de quienes influyen y alfabetización digital no son tareas técnicas: son desafíos culturales. La confianza no puede ser un acto automático; debe ser un ejercicio consciente, una práctica informada y ética.
En medio de la era de la inteligencia artificial y la economía de la influencia, la verdadera revolución no será tecnológica, sino moral. La confianza —ese hilo invisible que sostiene las relaciones humanas, las instituciones y las economías— es hoy el bien más escaso y, paradójicamente, el más determinante.
Porque, al final, la confianza seguirá siendo la moneda invisible que mueve el mundo. Dependerá de nosotros decidir si la invertimos como ciudadanos reflexivos o si la dejamos en manos de algoritmos y pantallas que piensan por nosotros. Quizás haya llegado el momento de entender que influir no es un privilegio digital, sino un acto de responsabilidad pública.

															

