Colombia revive antiguos fantasmas de violencia con nuevas dinámicas del crimen

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El país atraviesa un nuevo ciclo de violencia que recuerda épocas oscuras, pero con actores y estrategias distintas. Atentados recientes en ciudades como Cali y Medellín, así como el asesinato de figuras políticas, evidencian un deterioro sostenido de la seguridad que preocupa tanto a las autoridades como a la ciudadanía.

A diferencia de los conflictos armados del pasado, las estructuras criminales actuales no buscan tomar el poder del Estado, sino controlar territorios estratégicos para el tráfico de drogas, la minería ilegal y otras economías ilícitas. La violencia, en este contexto, deja de ser una herramienta de lucha política y se convierte en un medio para sostener el poder económico y social en las regiones.

Los grupos armados han evolucionado: operan con mayor sofisticación, se camuflan en estructuras legales y han tejido redes transnacionales. Las nuevas tecnologías, como los drones utilizados en ataques, y la selección precisa de blancos urbanos, demuestran una capacidad operativa que supera las respuestas tradicionales del Estado.

A esto se suma un sistema institucional que no logra responder con la celeridad ni la contundencia necesarias. Las investigaciones avanzan lentamente, no se identifican con claridad los autores intelectuales de los crímenes, y las estrategias de seguridad siguen ancladas en paradigmas del pasado.

Además, la política de paz enfrenta un desafío complejo: diferenciar entre actores que tienen intenciones reales de diálogo y otros que utilizan los procesos como estrategia de reposicionamiento. Sin claridad en este punto, se corre el riesgo de legitimar estructuras que siguen alimentando la violencia.

Ante este panorama, se hace urgente una transformación profunda en los enfoques de seguridad, justicia e inteligencia. Sin una respuesta institucional efectiva, lo que parecía parte del pasado puede consolidarse como el presente y, peor aún, como el futuro inmediato del país.


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