El reciente asesinato del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay ha desatado una reflexión profunda sobre el tono de la campaña política que emergió tras su muerte. Su padre, Miguel Uribe Londoño, apeló a la memoria de su familia —ya marcada por la tragedia: la periodista Diana Turbay fue asesinada hace 34 años durante un rescate fallido por parte de Pablo Escobar— para promover un mensaje de unidad. Sin embargo, estas palabras contrapusieron al expresidente Álvaro Uribe, quien ni siquiera asistió al funeral por encontrarse en casa por prisión domiciliaria, pero hizo leer un mensaje donde sugirió que hay sectores responsables de permitir la violencia, generando controversia.
El artículo de opinión de El País, titulado ¿Una campaña presidencial fúnebre y escatológica?, alerta sobre una narrativa peligrosa que divide el país entre “la derecha partidaria de la vida” y “la izquierda responsable de la violencia”. Esta simplificación maniquea no solo polariza, sino que profundiza heridas sociales y jurídicas, y corre el riesgo de convertir cada muerte en una excusa para avanzar agendas partidistas.
Además, esta lamentable muerte no puede desvincularse del contexto histórico colombiano: después del asesinato del joven líder, ya son 89 líderes sociales asesinados en lo que va del semestre, según reportes oficiales. El asesinato de Uribe Turbay, conmemorado en audiencias solemnes en el Congreso, misas exequiales en la Catedral Primada y un entierro público, reabrió el debate sobre la persistencia del magnicidio en Colombia.
El acto conmemorativo fue también simbólico: el expresidente Álvaro Uribe fue representado por familiares; el gobierno, pese a haber sido invitado, respetó la solicitud de la familia al no asistir. Posteriormente, el presidente Gustavo Petro criticó los homenajes como una «revictimización» que no solo afectó al círculo cercano de Uribe Turbay, sino también a decenas de miles de víctimas del país que han perdido seres queridos sin recibir reconocimiento similar.
Este escenario pone en evidencia que el país aún no ha superado su legado de violencia política. Como señala otra columna de análisis, pese al dolor, hay quienes siguen al servicio público como acto de fe, lo que habla de la resistencia de la democracia colombiana frente a la historia de magnicidios.
En definitiva, este episodio no solo alumbró una campaña teñida de duelo, sino que expuso la frágil línea entre el legítimo luto político y la instrumentalización del dolor en clave electoral. El desafío ahora es retornar a una campaña limpia, inclusiva y que reconozca el valor de todas las vidas, sin seguir alimentando la polarización con símbolos fúnebres y escatológicos.
