Bogotá se calienta: cómo el cambio climático está transformando la capital sin que nos demos cuenta

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Si hace unos años te hubieran dicho que ibas a usar bloqueador solar en Bogotá todos los días, habrías pensado que era una exageración o una estafa del mercado dermatológico. Pero aquí estamos: la ciudad que solía ser sinónimo de neblina y frío eterno ahora tiene mañanas de 27 °C y tardes que se sienten como en la Costa.

El cambio climático ya no es una teoría de documental: está pasando, y Bogotá —una ciudad construida para el frío— lo está sintiendo en carne viva.

Durante décadas, la Sabana de Bogotá fue un oasis templado. Su altitud (2.600 metros sobre el nivel del mar) mantenía un clima estable, casi inmune a las olas de calor que afectaban otras regiones. Pero en los últimos 20 años, la temperatura promedio ha subido más de un grado y medio, y las lluvias son cada vez más impredecibles. Lo que antes era una llovizna diaria se ha convertido en tormentas violentas seguidas de semanas de sequía.

Este desorden climático no es casualidad. Bogotá creció más rápido de lo que su ecosistema podía manejar. Hoy tiene más de ocho millones de habitantes, un tráfico que produce toneladas de CO₂ al día y una mancha urbana que devoró humedales, páramos y bosques. El resultado: menos vegetación que absorba calor, menos agua retenida y más superficies que lo reflejan. Básicamente, la ciudad se convirtió en una plancha.

Y eso tiene consecuencias. Los expertos ya hablan del “efecto isla de calor”: las zonas más urbanizadas —como Chapinero, Kennedy o Suba— pueden ser hasta 5 grados más calientes que los cerros orientales o el norte de la sabana. En otras palabras, mientras tú estás sudando en la Caracas, alguien a 10 kilómetros disfruta una brisa fresca.

Además, el calor trae más que incomodidad. Aumenta el consumo de energía (por los ventiladores, las neveras y los aires improvisados), debilita los ecosistemas locales y altera la salud pública. Las infecciones respiratorias cambian de patrón, los mosquitos tropicales comienzan a aparecer en zonas donde nunca habían estado, y los cultivos que llegan a Corabastos ya no producen igual.

Pero el problema no es solo natural: también es cultural. Bogotá, históricamente, no se diseñó para el calor. Sus casas son frías, sus techos acumulan temperatura, y el cemento domina el paisaje. A diferencia de ciudades tropicales que aprendieron a ventilarse, aquí seguimos atrapados en estructuras térmicamente ineficientes. Literalmente estamos cocinándonos en nuestros propios edificios.

Sin embargo, hay soluciones. El Distrito ha empezado a implementar planes de arborización masiva y recuperación de cuerpos de agua, especialmente en localidades con déficit ambiental. También se están promoviendo techos verdes, muros naturales y proyectos de “ciudad esponja”, que buscan absorber el exceso de lluvia y bajar la temperatura ambiental.


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