Estados Unidos siempre ha amado las parejas famosas y exitosas; el siglo XX dio miles de titulares con Francis Scott Fitzgerald y Zelda Sayre y sus locos años veinte, con el presidente Kennedy y Jacqueline Kennedy, o con Bonnie & Clyde, los dos seductores ladrones de bancos que terminaron cosidos a balas por la policía. Por lo general todos eran blancos. Pero las cosas cambian. El siglo XXI es de una pareja afroamericana. Y el mundo baila con ellos.
Jay Z y Beyoncé son el matrimonio más poderoso del mundo de la música. Su fortuna personal supera los 1.400 millones de dólares. Son la imagen de ‘Tiffany’s’ y parecen haber dado el carpetazo final para archivar la in(olvidable) imagen con los hermosos brazos blancos de Audrey Hepburn. Pero sobre todo se tomaron el Museo del Louvre, el gran icono del arte, en uno de los mejores videos de los últimos tiempos para bailar delante de la imagen de Napoleón Bonaparte y cantar y rapear que ahora ellos son los emperadores del nuevo y del viejo mundo y pueden recorrerlo en su imparable Lamborghini.
“Sé mucho de presupuestos: fui narcotraficante”. Jay-Z creció en uno de los barrios más peligrosos de Nueva York: Marcy Houses. En los años 80, el crack rodaba por las calles y los niños como él eran adictos y criminales.
En su momento, Shawn Corey Carter, el nombre de pila de Jay Z, en lugar de consumirlo y terminar como sus vecinos, decidió venderlo. Apenas tenía 12 años, pero entendió las “leyes del mercado”, lo vendió fuera de su barrio y triplicó el precio. En sus ratos libres de colegio y de ‘trabajo’ escribía poemas y canciones. Aprendió a rapear e invirtió sus ganancias en la droga en su propia disquera: Roc-A-Fella Records. Y empezó su leyenda (que, entre otras cosas, además de música y fortuna, incluye un intento de asesinato).
La historia de su esposa no es tan dramática: afro, pobre, pero no tan pobre; su mamá era peluquera y su papá vendedor. Entró en la música con el grupo Destiny’s Child y hoy es la artista femenina con mayor número de premios Grammy.
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En los años 40, cada vez que un negro se quejaba, terminaba ahorcado o encarcelado. Billie Holiday terminó ocho meses en la cárcel, fue drogadicta, borracha –murió de cirrosis– y humillada sin parar, por ‘Strange Fruit’, una canción que hablaba de los linchamientos de negros en el sur de los Estados Unidos y dejaba en el aire la imagen de un hombre ahorcado por una turba de blancos enloquecidos.
