Han pasado casi cuarenta años desde la noche en que Armero desapareció del mapa, arrasado por la furia del volcán Nevado del Ruiz y, sobre todo, por la indolencia del Estado. El 13 de noviembre de 1985, más de 23.000 colombianos murieron bajo el lodo, atrapados no solo por una avalancha sino por décadas de abandono, desidia y ceguera gubernamental.
Lo que ocurrió en Armero no fue una catástrofe natural. Fue una tragedia anunciada, advertida y desoída. Los geólogos y el propio Servicio Geológico Colombiano alertaron durante meses sobre el riesgo inminente. Pero los gobiernos nacional y departamental, ocupados en discursos y cálculos políticos, decidieron ignorar las advertencias. Prefirieron el silencio a la prevención. Prefirieron los titulares vacíos al deber de proteger la vida.
Armero no fue víctima del volcán, sino del desprecio estatal por la ciencia, la planificación y la gente humilde. Las autoridades tuvieron tiempo, recursos y avisos suficientes para evacuar, pero no la voluntad. Después del desastre, llegaron las lágrimas en televisión, las promesas de reconstrucción y los minutos de silencio… y nada más. La misma indiferencia que mató a Armero sigue viva cada vez que un deslizamiento arrasa un pueblo, cada vez que una alerta temprana se ignora, cada vez que el Estado actúa tarde y mal.
Recordar a Armero no es un acto de nostalgia, es un deber moral. Detrás de cada víctima hubo un nombre, una casa, una historia truncada por la negligencia de quienes juraron protegernos. Colombia no puede seguir rindiéndole homenajes a la memoria mientras repite los mismos errores. Armero no fue una tragedia natural: fue, y sigue siendo, una vergüenza nacional.



